Y en sus ojos se ve que, si hace dos años Jesús no
venía aquí,
ahora viene a
orar junto al Santo Guardián del Santo Lugar.
A lo largo de
casi 200 páginas (219 pág. Editorial Cultura), Enrique Gómez Carrillo nos lleva
de la mano a un maravilloso viaje por el Oriente Próximo, partiendo del Líbano
hasta llegar a Belén, en una búsqueda de belleza e historia por los lugares considerados
sagrados por las más grandes religiones del mundo.
¡Quién fuera
Gómez Carrillo para haber disfrutado de aquel viaje en la frontera entre los
siglos XIX y XX! En Damasco se pasea como un rey por sus jardines,
compadeciéndose por Mahoma, que al pasar por esta ciudad, se limitó a
contemplarla de lejos, mientras declaraba que “su paraíso no es de este mundo”,
aunque más tarde se lamenta de descubrir una ciudad polvosa y triste, plagada
de mercados sucios e indignos de tal lugar. Ve luego reunirse a los peregrinos
que se dirigen hacia la Meca, y no sabe si alegrarse o asustarse ante tal
fanatismo, como no ha visto igual. Se interna también en Tiberíades, cuyo
esplendor de los viejos tiempos del Imperio Romano ha desaparecido, y apenas
pueden verse algunas rocas derruidas de lo que se supone que fue el castillo
del tristemente célebre Herodes Antipas.
Visita
también Magdala y Capernaum, donde a falta de algo que ver, se distrae
divagando sobre los pecados y la pasión de María Magdalena, para luego evocar
los pasajes bíblicos donde Jesús recita las bienaventuranzas del buen Dios Padre
misericordioso. En Caná es llevado por su cicerone hasta las ruinas donde
aseguran que se llevó a cabo la milagrosa boda, lo cual nuestro escritor duda
seriamente, al igual que de la mayoría de lugares que visita. Sin embargo, el
hecho de que dude de la veracidad histórica de los lugares sagrados, no quiere decir
que no respete su significado, que para él es lo que realmente importa.
Continúa,
pues, su viaje hacia Jerusalén, más o menos gustoso en distintos lugares,
deteniéndose felizmente al llegar a la mágica Nazaret, donde el verbo se hizo
carne. Un entusiasta fraile franciscano lo guía a través de la Iglesia de la
Anunciación, la cual no le causa muy buena impresión, tras lo cual rechaza su
ofrecimiento para seguir visitando más lúgubres templos fríos, trocándolo por
un relajado paseo al azar, que lo lleva hasta la Fuente de la Virgen, donde
contempla encantado la belleza de las mujeres de Nazaret que llenan sus tinajas
en la fuente y charlan alegremente, de la misma manera que, según el autor,
debe haberlo hecho María cuando se preparaba para visitar a su amado José en la
puerta de su taller. Por la noche se encuentra con que el único hotel del lugar
está cerrado en esa época del año, lo cual le permite conocer la hospitalidad
de un pobre propietario de un pequeño comedor, que le ofrece su propio colchón
de paja, el cual no se ve obligado a usar gracias a la posterior invitación del
bajá Hafez, quien lo recibe como a un invitado de honor, dándole una prueba
innegable de la famosa hospitalidad oriental.
Sigue
adelante hacia la “Ciudad Leprosa”, donde sus sentidos se acongojan ante las
antiestéticas escenas que se ve obligado a contemplar, sólo para obtener como
premio tener ante sus ojos por unos breves segundos el manuscrito original del
Pentateuco, probablemente uno de los escritos más antiguos del mundo.
Finalmente,
arriba a Jerusalén, la Jerusalén “que recibe a Jesús entre palmas triunfales, y
luego lo crucifica, como un malhechor”. ¿Qué se puede decir de Jerusalén? ¿Qué
no se puede callar de Jerusalén? Cualquier intento de descripción que intentara
aquí sería pobre. Baste decir que nuestro viajero visita deleitosamente cada
lugar sagrado que le permite el tiempo, desde la Tumba de David hasta el Santo
Sepulcro, y a lo largo de su viaje observa cómo discurren las peleas entre
miembros de distintas religiones, y peor aún, entre miembros de distintas
“sectas” de la misma religión. Los cristianos coptos, los latinos y los griegos
son los que más ocupan su interés, al ver cómo se disputan cada centímetro de
los lugares sagrados, hasta el punto de pelear por la cantidad de lámparas que
cada “secta” tendrá derecho a colocar.
Se demora
también en una larga disertación acerca del pueblo judío, tan misterioso,
fuerte, castigado, discriminado y discriminador, rico, pobre, altanero y
humilde, en una palabra tan contradictorio. Se lanza luego al Huerto de
Getsemaní, donde evoca al Jesús hombre, no al divino Jesús milagroso e
invencible, sino al humano Jesús que sufre el terror de saberse tan cerca de la
hora aciaga. Termina después su visita a Jerusalén, por el Camino de la Cruz,
en un viacrucis dirigido por religiosos expertos en el asunto.
Pero aún
quedan un par de lugares más por visitar. La Betania de Judas y el Jericó de
los pecadores odiados por el Señor, no el Dios misericordioso que envía a su
hijo para que sea sacrificado por nosotros, sino el Dios vengativo que no
soporta que su más amada creación haya convertido su libertad en libertinaje.
Ha sido éste
un viaje formidable, mágico y envidiable, como cabría esperar de la tierra
llamada Santa por muchos, bañada en sangre por muchos más. Pero como todo tiene
un fin, así también esta crónica de mi compatriota Gómez Carrillo llega al
suyo, en la bendecida Belén, tierra que acunó al niño Dios. Al igual que la
Estrella de Belén dirigió a los Reyes Magos, así también las letras de Carrillo
han llevado al lector a lo largo de esta travesía santa. ¿Santa? ¡Sí, claro que
Santa! ¿Acaso no se dice que Dios puede estar donde sea que la fe esté, llámese
Jehová, Alá o cualquier otro mote particular? Entonces… ¿Por qué no habría de
estar también en las páginas de un libro que describe la belleza de lugares
sagrados que muchos quizá jamás tendremos la oportunidad de visitar?
Luis Fernando Calderón